Desde la ventana se
podía ver al sol desaparecer tras la colina, a los pájaros volando hacia sus
nidos y a la gente apresurándose para llegar a sus casas con sus familias. Con
los últimos rayos de sol sentí que mi vida se desvanecía una vez más… Eché una
vaga mirada hacia en el desván que me servía de cuarto. Todo estaba tan
desordenado y oscuro como siempre, pero a mí me gustaba así. No es que me
encantara vivir en medio de un desorden, es simplemente que no tenía el tiempo
suficiente como para pararme a ordenar cada esquina de ese asqueroso desván.
Lo bueno que tenía ese
cuarto era que una parte del techo era de cristal, y me permitía tumbarme todas
las noches y observar las infinitas estrellas, que me estremecían de lo pequeña
que me hacían sentir. Las personas somos seres destinados al fracaso, a la
desgracia. Somos inseguros, angustiados, malos. Todos hemos sido malos con
alguien alguna vez en nuestra vida, aunque pensemos que no. En algún momento
hemos hecho sufrir a alguien, lo hemos humillado, lo hemos hecho llorar. Y por
eso siempre estaremos destinados al dolor y a la muerte, ese será nuestro
castigo.
Cuando miro las
estrellas pienso en toda esa gente que sufre por sobrevivir. Todos esos que se
alimentan de la caridad de una sociedad más y más agarrada, los que viven
debajo de puentes, se tapan con cartones y llegan a hacer locuras con tal de
vivir un día más. Y luego nosotros nos quejamos de que nuestra vida es un asco,
un sufrimiento. Sí, pero al menos tenemos un techo que nos cubra mientras nos
quejamos.
Bueno, no es que yo
pretenda quejarme de la vida que llevo, porque realmente no es una vida de la
que uno se pueda quejar. Pero es algo más, como un dolor existencial que está
ahí y no se marcha, que siempre me persigue y está conmigo para siempre. Y
supongo que es eso lo que me hace sufrir, el saber que el dolor me acompañará
siempre, vaya a donde vaya, y que puedo intentar ignorarlo, pero no me libraré
de esta carga con la que arrastraré hasta el fin de mis días…
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